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Creer en Dios Padre

Decir «creo en Dios» es mucho más que decir simplemente «creo que existe Dios». Hoy, muchas personas aceptan únicamente la cantidad mínima de Dios necesaria para no declararse ateas, pero ni un solo gramo más; es un Dios que no les perturba en absoluto porque está muy alejado de su escenario vital. Creer en Dios es adherirse a Dios, fiarse de él, tener seguridad en su amistad y en su persona. Según una hermosa etimología medieval, credere («creer» en latín) viene de cor dare («dar el corazón»). Por la fe entregamos nuestro corazón a Dios.

            De todas formas, más importante todavía que creer o dejar de creer en Dios es preguntarse en qué Dios se cree o a qué Dios se niega, porque existen imágenes distorsionadas de lo divino. No es lo mismo creer en un Dios que es misericordioso y compasivo, que respeta la libertad humana, que un Dios vengativo, violento o caprichoso, que a algunos bendice y a otros maldice.

            Los judíos anteriores al exilio veneraron a un Dios padre y madre con figuras sagradas de toros divinos y diosas de la fecundidad; en su línea oficial, lograron superar la visión sexual y familiar de lo divino, expresando la realidad de Dios como Yavé (Ex 3, 14). Yavé no es para los judíos ni una realidad femenina ni masculina, ni es una diosa o un dios; es el Adonai, el Señor, quien por amor ha querido establecer una alianza con su pueblo para liberarlo y darle esperanza de una vida mejor.

            Jesús siempre se dirigía a Dios con una gran familiaridad, llamándole “Abbá” que significa literalmente «papá». Igual que ocurre entre nosotros, esa palabra comenzó siendo un balbuceo infantil, como nuestro «pa-pa», y después se convirtió en una fórmula de tratar cariñosamente a nuestras figuras paternas. La gran mayoría de las tradiciones espirituales emplean imágenes maternas y paternas para hablar de Dios. Lo materno expresa la cercanía, la acogida y el cariño; lo paterno señala los rasgos de autoridad, fuerza, poder e incluso violencia.

            El problema es que la palabra “padre” tiene connotaciones  que tendrán que ver con la experiencia de nuestros propios padres, de ahí que la imagen que tenemos de Dios, inconscientemente, está influida por esos vínculos primarios; esperamos recibir de Dios aquello que recibimos o no de nuestras figuras significativas; deseamos que Dios colme nuestras necesidades satisfechas o negadas en nuestra infancia; la tarea es descubrir al verdadero Dios de Jesús y no al Dios proyectado inconscientemente desde nuestras carencias, vulnerabilidades o fantasías omnipotentes.

            En consecuencia, ¿qué debemos entender cuando decimos en el Credo que Dios es Padre? En su espontaneidad más sencilla, no contaminada por deformaciones patológicas, el símbolo paterno hace pensar en el don de la vida, estímulo para crecer y, sobre todo, amor incondicional[1].  El problema está en que muchas veces el ser divino es tratado como un problema teórico que no influye en la vida del hombre.

            El positivismo nos dice que, si hay realidades que no puedo verificar ni falsear, aparecen como irrelevantes. La irrefutabilidad teórica se convierte en un signo de irrelevancia práctica. Si el cristianismo ha sido utilizado por los monárquicos, los nacionalistas o los marxistas, pareciera ser que no es más que un fútil placebo, que puede ser aplicado de modo arbitrario porque carece de todo contenido.  También puede haber otras formas de vivencia, cuando la fe en Dios no es más que una costumbre social, que desaparece donde esta costumbre es abandonada[2].

            El encuentro con Dios no es primeramente una construcción teórica y luego una praxis ética o una praxis que luego se formula; sino que es una experiencia que afecta a quien la vive y a la que posteriormente responde el pensamiento y acción, aunque también cabe la posibilidad que Dios sea rechazado.

            Dice el Papa Benedicto XVI que Dios se encuentran en el mismo orden de realidad que determinados números imaginarios del ámbito de la matemática que, si bien no existen como números naturales, sirven de fundamento a enteras ramas de la matemática, por lo que a posteriori sí que existen. ¿No se podría entender también en religión el término "existe" como un ascenso a un nivel de mayor abstracción?[3]

            El primer artículo del Credo se va a situar en este nivel, en el nivel del fundamento de la existencia más que en el lado de una comprobación material de la existencia de Dios. Estamos hablando del sentido que nos antecede, un sentido que no construimos, sino que descubrimos. Dios no puede ser verificado como si fuera cualquier objeto mensurable.

            La relación con Dios no se compara con cualquier tipo de relación interpersonal humana, como quien dialoga con cualquier sujeto humano, sino que sus Palabras atraviesan hasta lo más profundo de nuestro ser sin el cual yo no sería yo. Por lo tanto, para el ser humano creyente lo fundamental será escuchar a la justicia y a la verdad de la creación; esta creación garantiza la libertad del hombre que está llamado a respetar sagradamente todo lo que ha surgido y emergido por la acción de Palabra divina. Esa actitud de respuesta, esa aceptación de la verdad del Creador en su creación es la adoración. De eso se trata cuando decimos: creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Adorar a Aquel de quien brota la vida y fundamenta el sentido de nuestra existencia.

            Es importante traer a este momento la idea ya conocida de que la fe en la creación y la idea de evolución denotan no solo dos ámbitos de indagación distintos, sino también dos formas diferentes de pensar. A ello se debe probablemente la tensión que sigue percibiéndose entre ambas, incluso después de haberse puesto de manifiesto su fundamental compatibilidad.

            La fe en la creación no nos dice en qué consiste el sentido del mundo, sino solo que el mundo tiene de hecho sentido: todas las vicisitudes del ser en devenir son realización libre -y expuesta al riesgo de la libertad - de la originaria idea creadora de la que recibe el ser. La creación no se debe pensar conforme a la imagen de un artesano que hace su obra, sino por analogía de la actividad creadora del pensamiento. 

            Lo fundamental de la verdad bíblica sobre la creación es que Dios está en el origen del universo y que todo lo que existe tiene la huella de Dios, especialmente el hombre creado a su imagen y semejanza. Por lo tanto, si todo fue creado por el Señor de la nada, todo debe ser considerado como algo sagrado, reconociendo que la primacía de la creación recae en el varón y la mujer, llamados a cuidar y proteger lo creado.



[1] Cf. Gonzalez-Carvajal, L., El credo explicado a los cristianos un poco escépticos, Sal Terrae, Santander, 2019.

[2] Cf. Ratzinger, J., Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 2015.

[3] Idem.

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