¿Podemos afirmar que las instituciones humanas sufren una suerte de padecimiento psíquico o espiritual al modo de un sujeto humano? ¿Es posible que las instituciones resistan un cierto tipo de dolor?
De un lado, diríamos que no, puesto que la institución no tiene un alma o una mente al modo de un individuo. La institución es un constructo que se materializa en grupos u organizaciones que se fundan para el desarrollo de la humanidad; desde esta configuración, una institución no podría sufrir; sufren sus miembros individualmente.
El sufrimiento puede tener una raíz fisiológica, psíquica o espiritual, dimensiones de la existencia que están conectadas entre sí. Un individuo cuando tiene un malestar profundo, en primera instancia agotará todas las posibilidades para ayudarse a sí mismo, buscando en su propia sabiduría la manera de superar las dificultades y dolores. Pero cuando ya no es posible, es de esperar que busque la ayuda de un especialista para apaciguar y atenuar ese sufrimiento. Esto no siempre ocurre; nos encontramos con personas que niegan su enfermedad o su malestar porque no soportan sentirse frágiles y limitadas, agudizando su problemática y el sufrimiento propio y el de los demás.
Por otro lado, podemos afirmar que las instituciones y colectivos sí pueden experimentar malestares, crisis y padecimientos. Y esto se debe a que los vínculos humanos van generando espacios e interacciones en donde están en juego, en las propias instituciones, los cuerpos, las psiquis y los espíritus.
Pensemos en la familia, y en cómo interaccionan los cuerpos heredando enfermedades, propagando virus, e incluso, siendo los vehículos para expresar el amor y también lo contrario, el odio y la violencia. En un grupo familiar, nuestros pensamientos y afectos, es decir lo psíquico, van formando dinámicas relacionales que logran favorecer el desarrollo sano de sus miembros, pero también pueden ser fuente de graves patologías de diversa índole. Finalmente, cuando una familia pierde el horizonte de los valores humanos y trascendentes, generan ambientes muy disfuncionales, provocando en algunos contextos sentimientos de antipatía, tristeza y desolación que terminan desuniendo y destruyendo los grupos familiares.
El sufrimiento institucional se produce por el propio desequilibrio de sus miembros, en las diversas dimensiones antes descritas. En consecuencia, sí podemos afirmar que existe un sufrimiento institucional, en el sentido que las relaciones entre sus miembros pueden entrar en conflicto, no solo por los padecimientos individuales que afectan los vínculos, sino que por las diversas posiciones, intereses y luchas que se dan entre los diversos grupos y tendencias que afloran en las instituciones. Esta dinámica más negativa puede enfermar a las instituciones, tensionando la pertenencia y participación de las personas y desvirtuando el sentido de su fundación.
Reconocemos que en las diversas instancias grupales en que hemos participado hay personas que demuestran la capacidad de vivir con esperanza, aunando esfuerzos, ilusionando a los demás con nuevos proyectos y siendo fieles a los acuerdos y a los compromisos adquiridos. Por el contrario, hemos conocido -y a veces nosotros mismos hemos actuado de esta manera- a personas que proyectan sobre los demás sus propias problemáticas y carencias, obstaculizando el trabajo en equipo, criticando a los demás desde una superioridad moral e imponiendo sus criterios y perspectivas.
Habría que ser muy ingenuo en considerar que en los miembros de las instituciones que comparten objetivos y metas siempre afloran el amor, la fraternidad y la unidad. Por una parte, debe existir un nivel muy importante de amor entre los individuos que conforman un grupo humano para que se desarrolle y se mantenga en el tiempo, y una visión común que permita estrechar los lazos y comprometerse en metas comunes; por otra, es esperable que en las instituciones y en los grupos aparezca esa otra pulsión, muchas veces inconsciente, que es más agresiva y que se manifiesta en diversas conductas humanas tales como los celos, las envidias, las traiciones, indiferencias, manipulaciones, abusos e incluso actos violentos.
Lo anterior no quiere decir que guardemos silencio frente a debilidades y errores que pueden estar ocurriendo en el caminar institucional, pero el modo de afrontarlos debe ser al estilo de Jesús: corresponsabilidad, escucha, paciencia, diálogo, verdad, transparencia y coherencia. Ser parte de una institución conlleva un gran compromiso; debemos ser conscientes de que nuestras palabras y especialmente nuestras actitudes, afectan a todo el colectivo (1 Co 12, 12-17). Un modo de actuar deshumanizante y conflictivo podría estar motivado por esas heridas espirituales y psíquicas que no han sanado, tanto porque son inconscientes y las desconocemos o, porque habiendo sido reconocidas, las desmentimos conscientemente.
Desde otra perspectiva, también las instituciones deben sobrellevar su inserción en una sociedad en permanente transformación, y afrontar las contingencias propias de la naturaleza de su proyecto institucional que está en relación con otras instituciones y grupos de diversa índole. Las instituciones eclesiales, en varios de nuestros países occidentales están muy cuestionadas, no sólo por la crisis de los abusos sexuales, sino que también porque no han sabido entrar en diálogo con los cambios sociales y culturales que la sociedad experimenta. Creo que no ayuda al encuentro entre la Iglesia y el mundo un permanente lenguaje agresivo y confrontacional y una actitud de trinchera.
Es verdad que hay poderes y fuerzas políticas que desean expulsar a la Iglesia del ámbito público y transformarla en una realidad que reúne sólo convicciones que deben manifestarse de forma privada; pero no creo conveniente estar declarando permanentemente la participación en una “guerra cultural”; el camino es otro. Sostener el conflicto, la crítica, la indiferencia religiosa, incluso en algunos países la persecución, supone estar resistiendo tal como Jesús resistió en la cruz; ofreciendo desde la entrega, la mansedumbre, la misericordia y el perdón, una alternativa y propuesta testimonial que es capaz de cambiar el corazón de los que presenciaban a un inocente ajusticiado.
René Kaës afirma que las instituciones son organizaciones complejas, en donde intervienen variados órdenes de la realidad; uno de esos órdenes es nuestra realidad psíquica; por ello, la primera tarea de las instituciones es intentar combinar e integrar: los deseos inconscientes (poder, reconocimiento, amor, etc.), las identificaciones con personas y grupos que nos dan un sentido de pertenencia más concreto y real y el narcisismo que desconoce que hay otros que deben ser respetados y valorados con el proyecto y visión institucional. Esa dialéctica es fuente de sufrimiento y debe ser abordada con instancias de diálogo, y con la disposición de sus miembros a renunciar a su egoísmo y al deseo de imponer sus criterios.
La segunda tarea es asegurar la identidad de la institución; se trata de actualizar el carisma en el cual se forja institución; es decir, se trata de mantener viva la pregunta: para qué hemos sido fundados. Uno de los medios para reforzar esta identidad es alimentar significativamente los lazos o vínculos con la institución. La tercera tarea institucional implica adaptarse a las nuevas realidades y promover los cambios que permitan cumplir, no solo con las dos tareas anteriores, sino proyectarse al futuro con nuevas fuerzas e ilusiones.
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