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Cuidar nuestra salud psíquica y espiritual en tiempos de confinamiento

Llevamos ya más de un mes de confinamiento voluntario, en algunos lugares el gobierno lo ha decretado obligatorio. El virus, hasta la fecha, ha contagiado a más de dos millones ochocientos mil personas en el mundo. Los fallecidos son más de doscientos mil.

Como expresaba en el comunicado anterior, nuestra solidaridad está, en primer lugar, con los fallecidos y sus familiares. Necesitamos empatizar especialmente con aquellos deudos que no han podido despedir, como hubieran deseado, a sus difuntos.

Junto con ello, seguimos reconociendo a aquellos que están en la primera línea del trabajo sanitario, cuidando e intentando salvar la vida de los enfermos, especialmente a los contagiados por COVID-19.

            Sabemos que las consecuencias económicas de esta pandemia serán muy negativas provocando una recesión global. En muchos lugares del mundo, la Iglesia y las ONG están ayudando con enseres y alimentos a un gran sector de población. Muchas personas sienten que no solamente pueden morir por el virus, sino que también, muchos compatriotas piensan que pueden sufrir el hambre. Los informes internacionales indican que el hambre sigue siendo la principal pandemia que causa más muertos en el mundo.

            Conocemos a varias personas que ya han perdido sus puestos de trabajo. Existen pequeñas y medianas empresas que han tenido que suspender el pago de los salarios a sus trabajadores. Algunos tendrán que endeudarse para cumplir sus compromisos o, definitivamente, cerrar sus emprendimientos.

            Otras personas han tenido que seguir trabajando con normalidad o desde sus casas. A muchos, la distancia física con sus seres queridos les ha afectado bastante. Anhelan poder besarles y abrazarles. Algunos han tenido que postergar diversos proyectos personales y renunciar a realizar las actividades cotidianas, generando en ellos frustración y amargura.

El miedo al contagio, a que alguien se enferme, a perder el trabajo o temor a no saber cómo voy a mantener la familia puede generar cuadros de ansiedad, angustia y estrés. Estos tres estados psíquicos no son fáciles distinguirlos. Las palabras son símbolos que pueden estar expresando múltiples realidades. Intentaré definirlos con la mayor claridad posible.         

La ansiedad es una reacción displacentera que todo ser humano experimenta en diverso grado y que se manifiesta mediante una tensión emocional, seguida de una reacción corporal. Se describe como un estado de conmoción, desasosiego e inquietud. No es una reacción que surge ante un peligro real, sino que se expresa en forma de crisis difusa, menos focalizada y sin causa aparente.  A diferencia del miedo, la ansiedad está relacionada con una anticipación ante posibles desgracias futuras, pero indefinidas e imprevistas. Posee la capacidad de prever o señalar el peligro o amenaza para el propio individuo, confiriéndole un valor funcional y adaptativo importante. Si se agudiza e intensifica, el estado ansioso puede convertirse en pánico o transformarse en algo patológico.

La angustia es una emoción muy básica y primigenia en el ser humano. Desde el momento que nacemos y con las experiencias de separación con el vínculo materno, el bebé vive momentos de miedo y angustia que son aquietados con la presencia de la madre y especialmente con el pecho materno que alimenta y calma interiormente.

Siendo un estado complejo, desagradable y displacentero, nos tiende a inmovilizar o tensionar.  Produce repercusiones en el organismo y en la psiquis del individuo.  La angustia aparece cuando nos sentimos amenazados por algo y si es muy intensa, nos puede bloquear.  Es un sentimiento que surge en momentos en que hemos perdido, o podemos perder, algo valioso para nuestra vida. Es una etapa en que nos sentimos desesperados, perdiendo la capacidad para actuar libremente y hacernos cargo de los desafíos de la vida. Debemos comprenderla como una señal que nos muestra que necesitamos protegernos y atender las causas de la angustia.

            Podemos comprender el estrés como una fase habitual en nuestra vida.  El estrés no es una emoción sino un agente generador de diversos estados afectivos. El más mínimo cambio al que se expone una persona es susceptible de provocar este cuadro psicosomático. Cuando nos sentimos presionados, frustrados o conflictuados con nuestras relaciones interpersonales o laborales podemos experimentar un nivel de estrés. Dicho de otro modo, la persona percibe que las demandas del ambiente constituyen un peligro para su bienestar al sentir que les sobrepasan. Hay personas que ante el estrés reaccionan positivamente, se activan y afloran capacidades para afrontar los desafíos. Otros, en cambio, tienden a tensionarse y vivir momentos de nerviosismo e inseguridad. Este cansancio provoca que bajen las defensas y afloren diversas enfermedades como dolores musculares, indigestión, resfriados y conflictos con las personas con las cuales convive.

            Las descripciones de estos tres estados nos pueden ayudar a discernir lo que estamos viviendo, colocarle nombre a lo que sentimos y preguntarnos y preguntarle al Señor cómo podemos enfrentar este momento complejo para nosotros y para muchas conocidos nuestros.

           

Puede ser de ayuda volver a recordar lo que hemos meditado en los días de la Pasión del Señor.

En el evangelio de Marcos 14, 32-36, se lee: Luego fueron a un lugar llamado Getsemaní. Jesús dijo a sus discípulos: —Siéntense aquí, mientras yo voy a orar. Y se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a sentirse muy afligido y angustiado.  Les dijo: —Siento en mi alma una tristeza de muerte. Quédense ustedes aquí, y permanezcan despiertos. En seguida Jesús se fue un poco más adelante, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, y pidió a Dios que, de ser posible, no le llegara ese momento. En su oración decía: «Abbá, Padre, para ti todo es posible: líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.»

 

En este pasaje contemplamos a Jesús que siente miedo, angustia y tristeza. Percibe con total claridad que se aproxima su muerte. Ha venido al mundo para hacer la voluntad del Padre, pero nunca como en aquel momento comprobó lo profundo de los límites y fragilidades humanas.  Si el miedo y la turbación son reacciones ante el pensamiento de la muerte, la angustia es la experiencia de la soledad absoluta de quien prueba el silencio de Dios.

            La toma de conciencia de sí mismo, el diálogo con las personas de confianza, la oración personal y la lectura de la Palabra de Dios pueden ser el camino para acoger sin temor nuestra afectividad y convertirla en una experiencia espiritual que haga madurar nuestra fe.

Por otro lado, debemos estar atentos y bien dispuestos a escuchar a las personas que acudan a nosotros para expresarnos sus ansiedades, angustias y que, sin lugar a dudas, experimentan un nivel de estrés. La empatía, la escucha activa, el respeto absoluto a lo que viven y una aceptación incondicional son fundamentales para una efectiva relación de ayuda.